jueves, 20 de junio de 2013

Llanura



Sorprende la alta mortandad en tus palabras. La cadavérica expresión de tu silencio. Sorprende acaso la alta voluptuosidad de tus desplantes. El pesado peregrinaje del tiempo y su transcurso acaudalado. Además tus besos han caído en desgracia. Han sido poblados por eremitas que prefieren las ciudades. En sus llanuras la polvareda que levanta el bisonte  nunca ha sido silenciosa. Te quise abrazar en el mismo sitio en el que Napoleón blandió un cuchillo. Napoleón nunca blandió un cuchillo y tú nunca me abrazaste. Ayer soñé que te abrazaba pero todo era un recuerdo. Tu cuerpo tuvo la idea de cerrar por vacaciones. Los recuerdos hay que guardarlos en el bolsillo que tiene agujeros. Si quisiera morirme no me hubiera arrojado por el rojo abismo de tu boca. Soy un hombre que se viste por los pies pero que no tiene cabeza. Recogí la cosecha de tu cuerpo mucho antes de llegar la primavera. La mortandad en tus palabras es una broma que no tiene gracia pero no pudimos parar de reírnos. No era adecuado ir desnudo en esa fiesta de carnavales. Yo perdí el último tren en la entretela de tu falda. Si nunca me quisiste por qué me amaste tanto. La cadavérica expresión de tu silencio era una metáfora tan poco afortunada que acabó siendo  cierta. Por fin las minifaldas han ganado la guerra a las bufandas.  Los calendarios también tiemblan cuando llega la hora. Dar saltos de tristeza se va a poner de moda. Hay muchas playas sin arena que realmente no son playas. Un día me acariciaste el brazo derecho. He trazado un mapa eterno fabricado de epidermis. Donde dije mortandad quise decir vida pero eso qué importa ahora. He dejado mi corazón tirado justo al pie de la letra y tú te lo has tomado como si fuera una cerveza. Cuando te fuiste de golpe sembraste todo de hecatombes pero esto hay que regarlo cuando más llueve. Un día me dijiste que te aburría mi nombre. Creo que me has dejado porque no quedan moteles.

lunes, 17 de junio de 2013

Ahora

Me senté en la hamaca y encendí un cigarrillo.  Me gustaba observar los cipreses que rodeaban la cerca mientras fumaba. Ese día había una ligera brisa que agitaba los árboles y estos formaban una rara coreografía.  Una sinfonía verde trufada de curiosas imperfecciones.  Siempre uno o dos cipreses parecían agitarse en sentido contrario al resto, aunque finalmente acababan por sucumbir a la fuerza del viento. Sin embargo en ese instante, otros árboles  parecían romper la disciplina del conjunto de forma que nunca se alcanzaba un movimiento armonioso. Yo permanecía mirando atento, como si tarde o temprano fuera a llegar el momento en el que todos los árboles se movieran a la vez, pero éste nunca llegaba.


Vera apareció en el jardín con una revista en la mano. Creo que en un principio se dirigía a la otra hamaca  pero al verme cambió de idea, giró y se encaminó hacía el parterre de flores . Se agachó a observarlas.  Yo jamás prestaba atención a esas flores. Para mí carecían de cualquier tipo de interés y ella se había pasado cientos de horas a lo largo de su vida mirándolas, regándolas y haciendo toda clase de trabajos para que permanecieran bonitas y lozanas. Pese a ello,  año tras año las flores acababan marchitándose. Yo lo consideraba una pérdida de tiempo, aunque realmente casi todo lo que se puede hacer en la vida lo es.



Muchas veces cuando llegaba a casa solo y había oscurecido, meaba sobre las flores intentando que mi orina impactara directamente  en los pétalos de las rosas. No sé por qué pero encontraba un curioso placer en ello y siempre me sorprendía con la rara impermeabilidad de los pétalos. Me encantaba cómo repelían la meada dejando tres o cuatro gotas perfectas adheridas a su superficie aterciopelada. También el reflejo de la luna sobre la parábola que formaba el chorro brillante cayendo sobre las rosas y su sonido sordo y amortiguado por la tierra. En una ocasión me pareció que Vera se asomaba a  la ventana justo cuando estaba en ello pero jamás me comentó nada al respecto. Tal vez pensó que en lugar de orinar lo que estaba haciendo era interesarme por sus estúpidas flores y hasta se sintió orgullosa por ello.


Dí otra calada al cigarro. Pensé en hacerle a Vera algún comentario sobre las flores o sobre la brisa o sobre cualquier otra cosa pero sabía que ella no me iba a contestar. La última vez estuvo dos semanas sin dirigirme la palabra y en esta ocasión sería parecido o peor. Vera permanecía inclinada sobre las azaleas y me fijé en sus piernas. En cuanto el clima era agradable se ponía  pantalonetas o faldas o cualquier prenda que las dejara al descubierto. Lo hacía a posta porque a pesar de su edad, sus piernas permanecían tersas y bonitas. Era como si éstas fueran mucho más jóvenes que el resto de su cuerpo. Si algún hombre viera sólo sus piernas, pensé, puede que se excitará creyendo que Vera es una mujer mucho  más joven de lo que és. Yo mismo tuve un amago de erección contemplando a Vera en esa pose, con su pelo tapandole el rostro y sus piernas desnudas. Imaginé que era otra mujer para prolongar la fantasía  durante más tiempo.


Tras unos minutos  se levantó y vino hacia mí. Dejó la revista sobre la mesa de hierro forjado y, sin mirarme me dijo tenemos que hablar. Primero sentí un gran  alivio porque parecía que en esta ocasión no sería como las otras,  pero luego lo comprendí mejor y pensé que era un gran fastidio ya que eso significaba que probablemente ella querría tratar el asunto. ¿Y ahora qué piensas hacer?.  Su pregunta quedó flotando con una peculiar persistencia sonora,  ajena a la brisa que parecía arreciar y  a mi indiferencia.


Me llevé de nuevo el cigarro la boca. Para mitigar el silencio intenté formar volutas con el humo expulsándolo lentamente pero el viento lo deshizo antes de que tomara cuerpo. Luego pensé en si había alguna respuesta posible. Di una nueva calada intentando concebir una frase que significara algo. Levanté la mirada. Lo cierto es que las flores estaban muy  bonitas en aquella época del año. Vera estaba llorando. ¿Y ahora qué piensas hacer?, repitió.


Cuando entró en la casa yo seguía observando la caprichosa danza de los cipreses. El cigarro se había apagado.