jueves, 15 de agosto de 2013

De la Tierra y el polvo


Tío Jonesy era de los que pensaban que la muerte era algo puro  y siempre dijo que no había que esperar demasiado de la vida. Por eso, cuando la tía Sofie murió de aquella forma y él se quedó solo en la vieja casa y casi en el mundo no se lo tomó demasiado mal. Aquellos días yo iba a verlo por las tardes y nos sentábamos en las mecedoras del cobertizo a ver pasar el polvo. La casa de Tío Jonesy estaba al final del pueblo -aunque él prefería decir que su casa era la primera- y en aquella parte alejada  lo único que había era polvo. Un polvo rojo y desleído que el viento insistía en levantar casi todo el año, y que agitaba las cansadas maderas de esa casa destartalada.

Por aquel entonces a mí no me iba demasiado bien con el trabajo. Había tenido ciertos problemas con Little Samson por un accidente en el aserradero y una petaca de whiskey que yo juré que no era mía. Iris se enfadó bastante conmigo cuando supo que me habían despedido y comenzó con el santo sermón de las facturas y los gastos. Creo que a mi mujer le dio por desquiciarse el día siguiente de casarnos y no paró hasta el día en que murió, si es que es verdad que está muerta.

Una tarde especialmente ventosa estábamos Tío Jonesy y yo meciéndonos en el porche de su casa.  Hacíamos crujir la decrépita estructura del suelo con las mecedoras y mirábamos los torbellinos que el polvo formaba, como si todo aquello fuera una película de esas que ponen en el cine.
-Tío Jonesy, creo que ésta casa es demasiado grande para ti y va acabar sepultada por el polvo.
-Todos vamos acabar sepultados por el polvo Justin.

Tres días más tarde nos instalamos en la casa de Tío Jonesy y de la Tía Sofie.  De esa forma nos evitamos una buena parte de los gastos que tanto angustiaban a Iris. Pero entonces Iris empezó con la cantinela de lo raro que era Tío Jonesy, del montón del polvo que entraba en la cocina y del miedo que le daba ver las fotos de la difunta Tía Sofie por toda la casa, con esos ojos claros que parecía que te estaban mirando. ¡¡Ay la pobre Tía Sofie!!  Dios tenga en la gloria a esa buena mujer, aunque Tío Jonesy solía decir que su esposa no estaba en la gloria sino en la salita de atrás, sentada en la vieja butaca gris.

Meses después Iris se quedó embarazada, y si les digo la verdad aun no me explico cómo pudo suceder. Luego dio a luz a un niño al  que llamamos Ben. Ese mocoso resultó ser un auténtico tormento. Iris se pegaba toda la santa mañana y toda la santa tarde gritando por la casa por los disgustos que le daba. A veces se ponía tan roja que parecía una granada de mano a punto de estallar.

Tío Jonesy era el único que soportaba a Ben, y Ben por su parte podía pasarse varias horas en el cobertizo jugueteando con las botellas vacías mientras escuchaba las historias de Tío Jonesy. Y eso que nunca fue capaz de comprenderlas. Lo cierto es que el chico era un poco corto  de entendederas. Su madre siempre dijo que aquel niño lo que tenía era  el alma inacabada pero el Doctor Scudder nunca fue capaz de decirme qué diablos le pasaba a la criatura. 

Una tarde me levanté y Tío Jonesy me dijo que Iris se había marchado y se había llevado una maleta, mi pitillera de plata y el gramófono. Dios sabe lo mucho que eché de menos aquel gramófono. Sobre todo aquellos días después de la marcha de Iris cuando  la casa se reencontró de nuevo con la paz y el silencio. Creo que Tío Jonesy también  disfrutaba de aquel sosiego pero dijo que era una obligación, que Ben tenía en sus venas la sangre de Iris y no sé qué más cosas, así que estuvo buscándola un tiempo y preguntando aquí y allá,  pero por suerte nunca la encontró.

Los negocios iban de mal en peor en el pueblo  y  tuve que buscar trabajo en Big Town. A Tío Jonesy no le importó quedarse con Ben y cuidar de él,  así que pude aprovechar el auge de la ciudad  y me dediqué a ganar bastante dinero. Acabé montando un pequeño surtidor de gasolina que funcionaba de maravilla. Fueron años estupendos;  las mujeres iban y venían, las camas eran grandes y confortables y el Whiskey era del bueno. El día que llegó el telegrama  en el que Tío Jonesy me anunciaba que Ben había fallecido,  mi socio estaba con gripe y yo estaba a cargo del surtidor, así que no hubo manera de que  llegara a tiempo al pueblo para el funeral. De todas formas aquel chico era retrasado o algo y si en vida no se enteraba mucho menos creo que me echara en falta cuando el pobre ya había estirado la pata.

Me olvidé del pueblo durante meses. El negocio iba viento en popa. Abrimos varios surtidores y había que trabajar duro para abrir más. Llegaba tan cansado a casa que no tenía ganas ni de beber whiskey. La vida en la ciudad es cruel, una vorágine enfermiza,  pero si eres de los que no paras la ciudad te sonríe.

Regresé años después, cuando  Tío Jonesy me escribió diciendo que  ya estaba muy anciano y cansado y que se quería despedir de mí. La  casa parecía sostenerse de milagro en medio de la explanada. Las maderas estaban tan viejas que daba lástima pisarlas, pero  cuando llegué, allí estaba el Tío Jonesy balanceándose calmadamente en su mecedora de siempre, sosteniendo un palillo en su boca desdentada y amable. Estaba vigilando desde el cobertizo cómo se levantaba el polvo frente a la casa. Me dedicó una sonrisa agotada, se levantó como pudo y me dio un largo abrazo.

 

Estuvimos un largo rato en silencio,  no sé cuánto,  escuchando el sonido limpio del viento y después comenzó a hablar con una voz extraña y profunda. Tío Jonesy  me dijo muchas cosas aquella tarde. Me dijo que éramos los únicos McGill que quedaban a ese lado del río. Me dijo que estaba feliz de poder abrazar por última vez la sangre roja y cálida de los McGill. Se acordó de Libby que era mi madre y su hermana. Me dijo muchas más cosas. Como que iba a morir orgulloso, cerca de Sofie y cerca de Ben a los que nunca abandonó. Me dijo que el funeral de Ben fue algo hermoso, que tendría que haber estado allí y que Ben fue un ser tan puro que después de su muerte el polvo era más blanco y ligero. No sé a qué se refería pero se me puso la carne de gallina.

Luego estuvimos mirando la llanura frente a la casa de esa forma tranquila y calmada, como si el tiempo fuera un vergel interminable. Tío Jonesy me explicó que el polvo y la tierra estaban bendecidos y que cubrían la tierra con su manto de eternidad. Me contó que hablaba con Sofie y con Ben constantemente, y que también había hablado con Iris que después de muerta estuvo allí en espíritu, para preguntar a Tío Jonesy por su hijo Ben.

El sol se comenzó a ocultar y Tío Jonesy dijo que estaba cansado y que sentía frío. Se levantó torpemente y se metió en la cama de la que ya nunca se levantó. La mecedora estuvo aún un buen rato oscilando apaciblemente hasta que se detuvo  y yo me quedé mirando la planicie seca, pensado en las palabras de Tío Jonesy. El viento se agitaba y levantaba el polvo que ascendía y descendía de una forma elegante y grácil. Sentí un gozo antiguo, una paz que debía anidar en mí desde hacía muchos años y que tal vez sólo pudiera tener lugar en aquel pueblo ya casi abandonado.

Cada vez que  esta ciudad me engulle con su ajetreo gris me acuerdo de esa bendita mecedora, de mi soledad, del polvo de aquella explanada que tal vez sea lo único que me quede de verdad en el mundo, y  de Ben  y del Tío Jonesy que siempre  me dijo que ningún árbol echaba raíces en el cemento.